Lorenzo Silva: «La Justicia tiene muchos menos recursos de los que necesita y los ciudadanos y quienes los representan mienten, engañan y hacen trampas siempre que pueden”

Mario Barabino
Mario Barabino
Responsable de la Biblioteca y del Archivo Histórico en el Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid.

Abogado y escritor, durante doce años Lorenzo Silva (junio, 1966) mantuvo en paralelo las dos facetas, hasta que una de sus primeras novelas, La flaqueza del bolchevique, quedó finalista del premio Nadal, galardón que ganaría poco después con las peripecias de los guardias civiles Chamorro y Bevilacqua en El alquimista impaciente.

Desde entonces, pasó de escribir en los pocos ratos libres que le dejaba la práctica legal a dedicarse a tiempo completo a la literatura, de la que lleva viviendo más de 20 años con una trayectoria amplia y justamente reconocida. Colegiado ejerciente del ICAM desde 1990, el abogado que lleva dentro ha ejercido una gran influencia a la hora de construir ficciones inspiradas en una realidad completamente juridificada. Tras haber inaugurado el Espacio Lectura del Colegio, retomamos la conversación con Lorenzo Silva.

Te colegiaste en 1990, si bien empezaste a escribir ya antes de iniciar la carrera universitaria. ¿Por qué elegiste Derecho?

Mi única vocación era ya entonces la literatura, aunque curiosidad sentía por muchas materias. Por eso cursé bachillerato de Ciencias, para no cerrarme las puertas si finalmente prefería optar por Matemáticas, o por Biología, que fueron posibilidades que barajé junto a Medicina o Filosofía. Al final, me incliné por el Derecho, pese a haber leído a Kafka y sus diatribas contra él, porque me parecía una vía versátil para ganarme la vida, ya que nunca confié en que la escritura me sirviera a esos efectos. Y porque en primero sólo tenía cuatro asignaturas, lo que me venía bien para combinarlo con el servicio militar, que hice voluntario, y quitármelo ya así de encima.

Afirmas también que tu experiencia como jurista te descubrió que tal vez la asignatura más importante que estudiaste en toda la carrera fue el Derecho romano, cuyos textos están en latín, lengua que afortunadamente estudiaste en el bachillerato.

Desde luego. A los romanos les debemos mucho de lo que somos, pero sobre todo les debemos la manera en que recondujeron los conflictos a través del derecho, con un sistema racional y eficaz que nos exonera de tener que vivir sometidos al capricho demente del iluminado de turno, así como de andar despachando los litigios mediante la penosa venganza privada o la aún más deprimente sumisión al poderoso que pueda hacernos de valedor. Y además definieron todas las instituciones básicas, que nosotros nos hemos limitado a copiar, a menudo degradándolas y vulgarizándolas. Quien sabe Derecho romano puede aprender sin esfuerzo, razonando y sin necesidad de memorizar como un burro, cualquier otro derecho.

Alguno de tus referentes en la literatura como Kafka, fueron también abogados ¿Crees que tuvo alguna influencia o determinó en alguna medida dedicarte al derecho?

Más bien debería haberme disuadido, en el caso de Kafka, que hablaba de estudiar Derecho romano, precisamente, como de “masticar serrín masticado por mil bocas antes que la mía”. No sé, quizá intuí que buena parte de la claridad con que analizaba la realidad venía de su formación jurídica. Aunque, si realmente tuve esa intuición, no fue desde luego de manera consciente.

Has dicho en alguna entrevista que elegiste dos caminos: uno más o menos difícil, pero con perspectiva, como la abogacía, y otro, que emprendiste en paralelo porque era lo que realmente te importaba, pero sin garantías: la literatura. Y que has encontrado tu lugar en los dos sitios. ¿Qué balance haces de esta doble vida profesional? ¿Se han mantenido siempre como vías paralelas o se han cruzado en algún momento y, de ser así, qué han aportado esas intersecciones al desarrollo de ambas carreras?

He sido afortunado. También me he esforzado, en ambos campos, pero tengo muy claro que la suerte siempre juega, y si no que le pregunten a Kafka, que siendo el escritor más importante del siglo XX se murió con cuarenta años —hace ahora justo un siglo—, ignorado y sin haber vendido más allá de 3.000 ejemplares entre todos sus títulos publicados en vida, que tampoco fueron demasiados. Eso es mucho menos de lo que yo he vendido de mi novela menos exitosa, así que es evidente que en comparación con él he tenido una suerte inmerecida.

Por lo demás, he mantenido las dos vías paralelas durante doce años, con bastante exigencia en ambas, procurando que no se mezclaran indebidamente; pero sin poder evitar que el escritor que soy o intento ser desde niño le corrigiera al abogado los escritos para hacerlos menos áridos y sin acertar a impedir, tampoco, que el abogado que nunca he dejado de ser advierta al escritor frente a la inverosimilitud o la inconsistencia a la hora de construir ficciones inspiradas en una realidad que, nos guste o no, está juridificada en todos sus aspectos. Y con especial intensidad en el caso de los agentes de policía judicial, que protagonizan unas cuantas de mis novelas.

El compromiso social y el sentido de la justicia son elementos habitualmente presentes en una profesión vocacional como la abogacía. ¿Han influido o se han visto reflejados en tu faceta literaria?

Desde luego, aunque a mí esos dos valores me venían de fábrica, me los inculcaron mis mayores, que eran, tanto por línea materna como paterna, servidores públicos comprometidos con el servicio a la sociedad y a sus conciudadanos. La creación es una profesión libre, a la intemperie, pero tal y como yo la concibo debe contribuir a aportar algo valioso a las personas entre las que uno vive. No creo en la escritura como un acto de solipsismo, aunque deba reconocerle legitimidad artística —la libertad creadora, por encima de todo— y mérito si se hace con talento. Simplemente, no es mi taza de té: yo escribo con la esperanza de contribuir a que quien me lea sienta que ese trozo de su vida que le dedica a mi libro le resulta enriquecedor, que le sirve de algo en ese empeño tan humano de entender el mundo y entendernos a nosotros mismos.

En 2015 se publicó por la editorial Aranzadi ‘El derecho en la obra de Lorenzo Silva’. Citando a Calamandrei, afirmas en el prólogo que, sin saberlo o pretenderlo inicialmente, tu obra está también impregnada por lo jurídico. ¿Crees que esta visión ha sido determinante en tu obra literaria?

Nunca, desde que estudié Derecho, he podido volver a vivir en la inconsciencia respecto del denso tejido de normas jurídicas que condiciona la existencia de las personas en una sociedad civilizada, y que falta —con la depauperación que su ausencia conlleva— allí donde persiste o se introduce la barbarie. Lo vemos a menudo en nuestros días: lo que pasa por ejemplo en esos vastos espacios de anomia que han generado las grandes corporaciones que gestionan el espacio digital de nuestras vidas, donde apenas hay más ley que la de la maximización de su beneficio. En ese ámbito, los desastres son cotidianos, y los atropellados por ellos, legión. Sobre todo, entre los más indefensos. Los poderosos no necesitan ley que los proteja. Ya se protegen ellos.

Decías en ese mismo prólogo que “la abogacía es una profesión que permite conocer gente y correr mundo”. También has comentado en alguna entrevista que el que un abogado fuese un protagonista tuyo “es contraproducente. El novelista da lo mejor de sí cuando se mete en la piel de otros”. ¿Piensas que ese distanciamiento siempre es necesario?

Para mí, sí. Jamás daré lecciones a otro novelista sobre cómo debe abordar su oficio. Lo que me pasa a mí es que le tengo cierta alergia a ese ejercicio de volcarse en lo que uno hace o hizo, cuando el mundo está lleno de existencias y peripecias mucho más interesantes, y cuando resulta más estimulante recurrir a la literatura para explorar las vidas que nunca viviste ni vas a vivir, en lugar de desgastarla escarbando en tu propia y a la postre insignificante biografía.

¿Crees que, en general, la figura del abogado ha salido bien parada en su paso por la literatura? ¿Con qué obra o personaje te quedarías de los muchos que han llevado esta profesión a la ficción?

Diría que no demasiado bien. En especial en la literatura escrita por abogados. Pienso en el que sale en El proceso de Kafka, por ejemplo: no diría yo que su retrato es muy enaltecedor. El contraejemplo podría ser el Atticus Finch de Matar a un ruiseñor, pero tampoco entre nosotros falta alguno. Pienso, sin ir más lejos, en la novela El abogado de pobres, de Juan Pedro Cosano.

Los jueces tienen mayor protagonismo en tus novelas policiacas. ¿Tienes alguna intención pedagógica para que tus lectores conozcan como es el procedimiento en la justicia española, a diferencia de los que las series estadounidenses nos muestran? ¿Te interesa proporcionar ese tipo de información a los lectores?

En mis novelas los protagonistas son agentes de policía judicial, ya sean guardias civiles o miembros de la Policía Nacional. Su labor es simplemente incomprensible si se la desvincula de la figura del juez instructor, que ordena el proceso penal en su fase de investigación y les marca los límites en punto a la intervención en derechos fundamentales. Eso crea un tira y afloja que al menos a mí me parece interesante en términos narrativos. Y sí, le traslado al lector español que vive en un país donde la policía no puede actuar como la Gestapo, donde por fortuna hay unas normas a las que debe someterse, que dificultan su labor y en cierto modo favorecen al criminal con recursos, pero ese es el precio que hay que pagar para tener una justicia digna, que pueda, con plena autoridad moral, privar de libertad a un ciudadano. Y también, desde luego, le muestro que nuestro proceso penal, para bien y para mal, no es el que se ve en las películas.

Alguna vez has mencionado que “la justicia funciona mal porque hay jueces que hacen mal su trabajo, porque las leyes que se aplican son del siglo XIX en su mayoría, parcheadas de mala manera en el siglo XX y que se ejecutan en el siglo XXI, porque se trabaja con recursos que dan los políticos, y porque a ella acuden ciudadanos a mentir, a manipular y a tratar de utilizar la justicia para fastidiar a sus semejantes”. ¿Qué opinión te merece la situación actual de la Justicia en nuestro país?

Lamentablemente, debo ratificarme en lo ya dicho. Seguimos teniendo una ley procesal penal del XIX, no todos los jueces tienen el compromiso de servicio público a la sociedad que a mi juicio les sería exigible —algunos insisten en que “son” un poder, y no servidores públicos, aunque la mayoría creo que ha evolucionado para bien a ese respecto—, la administración de justicia tiene muchos menos recursos de los que necesita y los ciudadanos y quienes los representan mienten, engañan y hacen trampas siempre que pueden. La pregunta es si vamos a resignarnos a este estado de cosas o queremos de veras cambiarlo. Para eso hacen falta reformas, medios y una verdadera apuesta por la independencia y la responsabilidad judicial.

Decías en tu libro sobre Kafka que, bajo su disfraz literario, algunas de sus obras son un lúcido alegato contra vicios espantosos que la realidad de los sistemas jurídicos de nuestro tiempo no ha conseguido desterrar satisfactoriamente. ¿Crees que el sentido que manifiesta la acción de tus personajes, en este caso los guardias civiles Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro, intentan compensar en su medida esta situación?

No sólo ellos. También sus compañeros, también no pocos de los jueces —y cada vez más, las juezas— con los que tratan, e incluso algún que otro abogado. Aunque suelen estar en la trinchera de enfrente de mis personajes, contribuyen a garantizar el derecho de defensa, que es el que impide que la ley arrolle a quien no debe. En el fondo, son personajes quijotescos, pero como el propio Kafka vio —era lector del Quijote, y dejó testimonio en sus textos— nada es más necesario ni sensato para evitar que el mundo se convierta en un infierno inhabitable que participar de la locura del hidalgo manchego: creer en la justicia y pelear por ella.

Acabas de publicar tu libro número 85. ¿Cómo se organiza Lorenzo Silva para escribir? ¿Cómo es por dentro el oficio de un escritor tan prolífico como tú?

Como puedo, desde siempre. Durante doce años tuve muy poco tiempo para escribir, lo hacía en cualquier sitio: en un tren, en un avión, incluso en el metro y de pie. Desde hace veintidós años me dedico sólo a la literatura, mi tiempo para escribir se ha multiplicado y no he hecho otra cosa que tratar de aprovechar ese regalo de la vida, que no esperaba y que, como dije antes, seguramente tampoco merezco. Procuro estar atento para encontrar ideas, seleccionarlas con tino, trabajarlas con toda la entrega y pasión de que soy capaz y, cuando están maduras, escribirlas con disciplina monástica. Es lo mejor, sobre todo para las ficciones, que te obligan a vivir en un mundo que a fin de cuentas no es —por más que aspire a reflejarlo, explorarlo o interpretarlo— el mundo real.

Recibiste en 2013 el Premio de la Asociación de Profesionales de las Bibliotecas Móviles, por la difusión y consideración de los servicios de las bibliotecas móviles. ¿Cómo ves el panorama actual de la lectura y del uso de las bibliotecas en general?

Permítaseme agradecer una vez más ese premio, uno de los que más me honran: el lector y el escritor que soy le debe mucho al pequeño bibliobús que cada quince días venía a mi barrio de infancia y adolescencia, Cuatro Vientos, en Madrid, donde no había biblioteca de ladrillo. Resumiendo mucho, hemos mejorado enormemente en dotación bibliotecaria —ahora en ese barrio hay una biblioteca estupenda, la de Las Águilas—, pero siento una inevitable insatisfacción cuando cotejo el nivel de desarrollo económico de mi país con sus índices de lectura y estos con los de nuestros vecinos europeos. A nuestros niños les inculcamos con mucha más eficacia otras cosas; por ejemplo, son muchos más los que juegan al fútbol —e incluso quieren ser futbolistas— que los que leen o quieren ser en el futuro quienes escriban las historias que lean otros. No es sorprendente: nuestra sociedad dedica mucho más dinero, público y privado —y mucho más esfuerzo, apasionado, constante y genuino—, a promover lo segundo que lo primero.

Has recibido recientemente el Premio Antonio de Sancha 2023, concedido por la Asociación de Editores de Madrid, en reconocimiento a la labor en promoción de la lectura y del libro, y la defensa de los valores culturales en general. El protagonista de tu última novela, Púa es un librero peculiar. ¿Cómo ves el futuro del libro?

Pese a todo, lo veo con optimismo. Los lectores somos una minoría resistente y militante. Mientras queden seres humanos provistos de curiosidad y sentido crítico, que son el presupuesto de la libertad, habrá lectores. Y no es fácil despojar a la criatura humana de esos dos atributos. Incluso si ella misma intenta despojarse de ellos, lo escribió Kafka en uno de sus fragmentos sobre la muralla china, acabará revolviéndose contra su propia tentativa.

Estamos en verano y desde la Biblioteca del ICAM nos gusta compartir con los colegiados propuestas de lecturas de cara a las vacaciones. ¿Qué libros no deberían faltar este verano en su maleta?

Soy incapaz de pensar en lecturas preceptivas. Mencionaré algunas que a mí me han interesado y que creo que pueden interesar a los lectores juristas. Tú bailas y yo disparo, una novela negra firmada por el veterano reportero Manu Marlasca que recoge sin fantasías pero con pulso narrativo lo que es una investigación policial —y judicial— entre nosotros. Hasta el último aliento, de Manuel Calderón, sobre la triste historia del último ejecutado con garrote vil, el anarquista Salvador Puig Antich, y del joven policía que murió en el enfrentamiento que hubo cuando lo detuvieron, y a quien nadie recuerda. Las fieras, de Clara Usón, sobre cómo los criminales negocian consigo mismos la memoria selectiva de sus crímenes, a partir del caso real de una terrorista de ETA y de la hija de un ficticio miembro del GAL. Y aunque no sea novedad, V13, de Emmanuel Carrère. El que es uno de los mejores narradores franceses vivos ofrece aquí una crónica judicial ejemplar, a partir de su asistencia a las sesiones del juicio contra los autores de los atentados yihadistas en París de 2015. Muy ilustrativo para entender hasta qué punto un abogado necesita ser un buen conocedor y usuario del lenguaje, con el que persuade (o no).

Mario Barabino
Mario Barabino
Responsable de la Biblioteca y del Archivo Histórico en el Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid.

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