El art. 1.1 CE establece que la nación se constituye en un Estado social y democrático de Derecho. La dimensión material de la primera de esas tres determinaciones estructurales se define en el art. 9.2 CE, cuyas consecuencias son posteriormente concretadas a través de una tupida red de normas sustantivas que imponen tareas estatales: garantizar el derecho a la educación (art. 27 CE), mantener un régimen público de seguridad social (art. 41 CE), realizar prestaciones sanitarias (art. 43 CE), velar por el uso racional de los recursos naturales (art. 45 CE), proteger el patrimonio histórico (art. 46 CE), garantizar el acceso a una vivienda digna (art. 47 CE), mantener unas pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas o, en fin, mantener un sistema de servicios sociales (art. 50 CE).
Que el Estado debe realizar esas tareas es algo ya decidido por la Constitución. Lo que ésta entrega al juego de los principios de democracia y pluralismo político – y no sin limitaciones y condicionantes – es la decisión acerca de la medida o el grado en el que van a quedar definitivamente satisfechas.
Para hacer frente a estas y a otras tareas del Estado, la Constitución pone en manos de los poderes públicos una serie de instrumentos. Los más relevantes son la potestad para regular el ejercicio de los derechos reconocidos en la Constitución (art. 53 CE) y las potestades tributaria y presupuestaria (arts. 31, 133, 134 y 135 CE). Pero no son los únicos. La Constitución también permite expropiar titularidades privadas (art. 33.3 CE), nacionalizar actividades económicas y categorías abstractas de bienes (de hecho, algunas quedan nacionalizadas directamente por ella: art. 132 CE), intervenir la gestión de empresas privadas, así como crear y explotar empresas públicas (art. 128.2 CE). No hay que olvidar que, por poder, el Estado puede hasta planificar mediante ley la actividad económica general (art. 131 CE).
De nuevo, que el Estado puede utilizar esos instrumentos también ha quedado ya constitucionalmente decidido. La Constitución permite utilizarlos, por más que imponga límites a todos ellos. Lo que permanece abierto a la concurrencia de las diversas opciones políticas es la intensidad con la que ha de ser empleado cada uno de ellos, así como la elección y la combinación de unos u otros de cara a la satisfacción de cada concreta tarea. Este es el segundo espacio – igualmente constreñido – que la Constitución reserva a la democracia y el pluralismo político.
En el marco de la respuesta a la emergencia sanitaria y social generada por el COVID-19 ha cobrado relevancia la formulación del art. 128.1 CE que, hasta ahora, más allá de los círculos de los comentaristas de la Constitución, parecía dormir el sueño de los justos: «Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general». La formulación es radical y no significa menos de lo que parece. En efecto, el precepto excluye que la subordinación al interés general quede limitada a las titularidades públicas y no afecte a las privadas. Sin embargo, el alcance y los términos de esa subordinación al interés general son diferentes según que estemos en uno u otro caso. El motivo es que esta previsión debe compatibilizarse con otras normas constitucionales que también afectan a la composición entre el interés general y las situaciones jurídicas subjetivas de carácter patrimonial, de manera tal que su carácter público o privado va a determinar el modo en el que quedan sometidas a los intereses generales.
Respecto de las titularidades públicas, la subordinación que proclama el art. 128.1 CE ha de reputarse definitiva y, por lo tanto, directamente operativa ex constitutione. Sin embargo, en el caso de las titularidades privadas se plantea una relación dialéctica entre el derecho de propiedad privada y los intereses públicos que frecuentemente demandan su sacrificio. El art. 128.1 CE permite al legislador y a la Administración pública acordar la subordinación de la propiedad privada a los intereses públicos afectados por el ejercicio del derecho mediante el empleo de las técnicas antes señaladas y conforme a ciertos límites establecidos por la propia Constitución. Dos técnicas deben ahora ser destacadas.
En primer lugar, el art. 33.2 CE contempla la delimitación del contenido normal de la propiedad privada de acuerdo con la función social del tipo de bien o derecho de que se trate: desde Weimar, al menos, la propiedad obliga. Por supuesto, la delimitación normativa de la propiedad privada está sometida a límites, entre los que destacan la reserva de Ley, la existencia de un interés público constitucionalmente legítimo, la proporcionalidad de la delimitación (aunque es dudoso que este continúe siendo aquí operativo desde la STC 16/2018) y la garantía del contenido esencial del derecho.
El art. 128.1 CE debe interpretarse sistemáticamente en relación con el segundo de los límites señalados. El precepto subraya con carácter general la licitud constitucional de la subordinación normativa de la propiedad privada al interés general, vinculado aquí a las exigencias que se derivan de la función social del tipo de bien o derecho de que se trate (SSTC 37/1987, 222/1992, 89/1994, 61/1997, 141/2014, 218/2015, 16/2018), así como de la propiedad de los factores de producción cuya organización autónoma protege el art. 38 CE (SSTC 37/1981, 118/1996). La emergencia del COVID-19 puede, por supuesto, alterar la interpretación que el legislador haya venido realizando de la función social de ciertas categorías de bienes, dando así lugar a una redefinición del contenido del derecho de propiedad.
En segundo lugar, el art. 33.3 CE regula la expropiación forzosa de los bienes y derechos de titularidad privada. Frente a la operación anterior, esta se concreta en una privación de carácter singular y por ello da lugar al nacimiento de una pretensión indemnizatoria en el patrimonio jurídico de quien la sufre. Uno de los límites expresamente previstos en el art. 33.3 CE es, precisamente, la previa definición de la causa expropiandi, es decir, de la causa de utilidad pública o de interés social que legitima la expropiación y que opera como uno de sus presupuestos constitucionales.
El art. 128.1 CE debe interpretarse aquí, por tanto, en el sentido de que los intereses públicos pueden legitimar la privación singular de bienes o derechos de titularidad privada a través de su expropiación forzosa. Conviene, por último, señalar que, para hacer frente a las consecuencias sanitarias y sociales de la epidemia, las Administraciones públicas no solo pueden llevar a cabo requisas y ocupaciones de conformidad con la legislación de estados excepcionales (art. 11 LOAES), sino también acordar expropiaciones urgentes, ocupaciones temporales y requisas civiles de acuerdo con la legislación expropiatoria general (arts. 52, 108 y 120 LEF). Esta forma de subordinación de la propiedad privada al interés general no está, pues, limitada a la previa declaración de alguno de los estados excepcionales.
Por Luis Arroyo Jiménez. Profesor Titular de Derecho Administrativo. Cátedra Jean Monnet de Derecho administrativo europeo y global. Universidad de Castilla-La Mancha.
Artículo publicado en la Guía de la Sección de Derechos Humanos, que forma parte de las Guías sectoriales Covid-19 elaboradas desde las Secciones del ICAM.
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Libertad de expresión ante el COVID-19, por Fernando Miró Llinares.
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Derecho a la protección de la salud y exclusión sanitaria ante la emergencia del COVID-19, por Manuel Maroto Calatayud.
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El derecho de asilo ante la crisis del COVID-19, por Paloma Favieres Ruiz.
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