Que la desinformación es una enfermedad para la democracia, sin duda; que los remedios pueden ser aún peores que la enfermedad, también. El derecho fundamental a informar y el mandato de veracidad de la información están estructuralmente en peligro en el siglo XXI. No hablamos de las habituales mentiras y manipulaciones interesadas de nuestros políticos, que están incluso protegidas por la libertad de expresión. Esto casi supone unas gotas de agua en un océano de armas tecnológicas de desinformación masiva. La IA generativa puede echar aún más leña a este fuego facilitando la generación de contenidos sintéticos y ultrafalsificaciones. Aunque también la IA puede servir para detectar mejor los patrones de las campañas desinformativas y alertar a la ciudadanía.
Si se quiere lograr algo positivo, hay que ser humildes y posibilistas. Se ha partir de que la lucha constitucional contra la desinformación hay que hacerla con el freno echado, amén de que es una lucha posiblemente perdida.
A la vista de peligrosas reacciones políticas y normativas contra la desinformación, tanto fuera como dentro de España, muchas veces lo mejor es no regular. Hay que evitar a toda costa que se aproveche la ocasión para criminalizar la libertad de expresión o para dar poder a órganos gubernamentales para que puedan evaluar e incluso sancionar contenidos.
La experiencia de Estados Unidos, con su “Counterspeech Doctrine” establecida por el juez Brandeis hace un siglo y reafirmada para internet por el juez Kennedy, sugiere que el mejor remedio para el discurso falso es el discurso verdadero. La sociedad debe participar en un discurso abierto, dinámico y racional, sin la intervención gubernamental directa.
Hoy en día, la democracia fluye a través de los bytes que circulan en las plataformas digitales. En la Unión Europea, la DSA ha regulado de manera bastante correcta la cuestión. Se sigue un nuevo enfoque que permite garantizar al mismo tiempo la libertad de información y limitar bastante los peligros de que los gobiernos metan sus narices en esta cuestión tan sensible. La DSA establece un marco de corregulación, obliga a las plataformas a no quedarse de brazos cruzados, les impone hacer evaluaciones de riesgos sistémicos, para que reduzcan tales riesgos o realicen auditorías independientes. Ahora bien, frente al poder casi total de estas plataformas, en cuyas tuberías fluye hoy el debate democrático, la DSA garantiza cierta transparencia para saber qué es lo que hacen y cómo reaccionar frente a ello. Cabe recordar que hay ya decenas de expertos que trabajan en el Centro de Transparencia Algorítmica de Sevilla de la Comisión Europea. Ahí, analizan los algoritmos que utilizan las plataformas digitales para gestionar los contenidos y, en su caso, luchar contra la desinformación.
La DSA también regula garantías y reclamaciones frente a las decisiones de las plataformas. Asimismo, asigna un papel regulador significativo a las autoridades nacionales, denominadas “coordinadores de servicios digitales” que han de supervisar y organizar la implementación de estas normas. En España, la autoridad designada ha sido la CNMC. Es una institución que no tiene tradición ni experiencia respecto a las libertades informativas, y su independencia para gestionar estos temas sensibles puede ser más que cuestionable. Habrá que estar atentos.
La desinformación también puede ser vista como una operación de influencia indebida o injerencia extranjera, amenazando la seguridad nacional e internacional. España, al igual que otros estados soberanos, tiene la facultad de detectar, evaluar y combatir estas injerencias. Desde marzo de 2019, el Rapid Alert System (RAS) de la UE trabaja para abordar la desinformación a nivel comunitario, facilitando la cooperación entre los Estados miembros. Sin embargo, hay que ser cautos porque bajo este enfoque de la seguridad nacional y la ciberseguridad, expresiones como “desactivar” campañas desinformativas pueden ocultar una censura de contenidos opaca y sin control por Estados y plataformas. Las ideas que interesa difundir a Putin por Europa, por lo general están perfectamente protegidas por la libertad de expresión.
Otro de los vectores frente a la desinformación son los sistemas de verificación de noticias. Estas organizaciones de fact-checking suelen cumplir formalmente unos requisitos de apartidismo, equidad y transparencia en sus fuentes y financiamiento. Sin duda alguna que estos “medios” ejercen la libertad de expresión e información. Ahora bien, debemos tener cuidado y evitar que se abuse de su papel de expertos que visten una bata blanca de la verdad.
La desinformación es una enfermedad para la democracia, pero los remedios pueden ser peores que la enfermedad si no se manejan adecuadamente. En cualquier caso, la DSA de la UE representa un enfoque prometedor, veremos si sirve de dique frente a este tsunami.